Hará un mes se publicó una editorial en el New England Journal of Medicine sobre el problema de la financiación de programas de salud pública en Estados Unidos y el mundo, el cual pone en perspectiva el problema de la carencia de recursos para hacer efectivos los programas de salud pública necesarios para el futuro.
Suena un poco traído de los pelos la yuxtaposición de la medicina y la salud pública como antagonistas. Pero hagámoslo, como ejercicio filosófico. De un lado ponemos a la ‘medicina’ como la conocemos hoy: la medicina del ‘arreglar lo que está roto’. Una medicina individualizada, cuyo objetivo es resolver o atenuar los problemas de salud de los individuos cuando aparece la patología. En la otra esquina está la salud pública: su enfoque es la salud de la población, de la comunidad. La mejora global de la salud, mediante la prevención de la patología, desde la epidemiología. La ‘medicina’ es heroica y sus resultados siempre son tangibles sin importar el desenlace final. Posee un gran despliegue tecnológico, y siempre hay a quien agradecer. ¿Qué pasa con la salud pública?
La salud pública es el patito feo de las ciencias de la salud. Primero, no hay ningún beneficiario claro de las políticas de salud pública: en apariencias no lo es nadie, y sin embargo lo somos todos. Por otro lado, los resultados nunca son espectaculares, como la curación de una neumonía con el antibiótico apropiado o el alivio de un terrible dolor con un analgésico. La medicina es soberbia, espectacular, inmediata. La salud pública es humilde, y lenta. Los resultados raramente son tangibles. Por ejemplo, la construcción de cloacas nos permite ver que hoy vivimos mejor que nuestros abuelos (o que nuestros iguales que no las tienen). No hay olores nauseabundos, no hay que limpiar la letrina, ni siquiera andar preocupándose de vaciar el pozo ciego. Pero pocos se dan cuenta del verdadero impacto en la salud: la instauración de saneamiento cloacal y la provisión de agua potable erradicó las epidemias de cólera que azotaron Europa en el siglo XIX como si fuera la Peste Negra. Muchas otras medidas de salud pública no tienen efectos palpables en absoluto para nosotros, como los programas de vacunación. ¿Cuántos reflexionamos sobre cómo hemos erradicado una enfermedad como la viruela con una vacuna? Para nosotros es obvio el resultado porque lo miramos retrospectivamente. Comparamos los efectos de la viruela sobre la población en el siglo XIX y los efectos actuales. Eso nos lleva a otro problema de la salud pública: muchos de sus resultados solo terminan de verse en forma retrospectiva, después de muchos años. Es una medicina de visión a futuro, futuro de mediano y largo plazo. Nada de resultados inmediatos. Las vidas salvadas son abstracciones matemáticas: ‘vidas estadísticas’.
Por su propia naturaleza la salud pública nos genera indiferencia como población. Basta ver la poca jerarquía que se le da en la currícula de medicina en universidades como la Universidad de Buenos Aires. Dos materias cortas, que se estudian de apuntes, con exámenes de opción múltiple de los que se consiguen copias de exámenes viejos, que casi alcanzan como práctica para aprobar la asignatura. Pero las medidas de salud pública seguramente han salvado más vidas en los últimos 100 años que todos los antibióticos juntos.
He aquí el conflicto: la salud pública y la democracia difícilmente se lleven bien. ¿Por qué? La salud pública es un bien social intangible, sin un claro beneficiario, donde los frutos solo se ponen en evidencia después de largos períodos de tiempo, después del cual nadie recuerda quién tomo las medidas correctas y/o necesarias. ¿Con qué incentivo cuentan entonces los políticos para tomar seriamente a la salud pública? Si la población no expresa su necesidad como demanda, el político en democracia no tiene la necesidad de responder a ello, porque no es demandado por sus electores.
¿Por qué es ingenuo esperar que los políticos actúen de motu proprio? El costo político y económico de la salud pública se paga hoy, mientras que el rédito político se cobra a futuro, un futuro incierto, en el cual la clase dirigente que tomó las medidas probablemente este ya jubilada y disfrutando de sus cuentas de las Islas Maldivas. Por ello y por no existir un beneficiario claro de las medidas de salud pública es probable que ni siquiera exista un rédito político que se traduzca en votos tangibles en las próximas elecciones. Los políticos no tienen necesidad de tener una visión estratégica a futuro en salud pública mientras la población de electores no la tenga. A ellos les preocupan las elecciones dentro de la próxima década: no las ‘vidas estadísticas’ salvadas de aquí a cien años. Muy Marxista, pero no deja de ser real: mientras los electores no tengan conciencia de la necesidad, esta nunca se traducirá en demanda. Los políticos ganan rédito político atendiendo demandas. Entonces, no pretendamos recibir peras del olmo. Exijámoslas.
¿Por qué no las exigimos? Según David Hemenway es que aún nos gobierna nuestra corteza límbica. Somos esclavos de la gratificación instantánea. Tengo un dolor que necesita un analgésico. Tengo una neumonía que requiere antibiótico. Todo debe ser resuelto ahora, y cuanto antes mejor. No somos buenos amigos de la abstracción: no mejora mi calidad de vida pensar que gracias a que tengo agua potable y red cloacal tengo un 98% menos probabilidad de tener cólera. Quizás esto sepa apreciarlo alguien que padeció cólera. Pero la mayoría de nosotros nunca lo padeció, damos la cloaca por sentado. Así lo mismo con muchas enfermedades prevenibles por acciones de salud pública. Además, la compasión nos la generan casos reales: un bebé que falleció por no recibió un transplante nos conmociona a todos. Pero la caída de los casos de anencefalia gracias a la suplementación obligatoria con ácido fólico nunca será tapa de diario. Si no hay más cretinismo congénito gracias al screening neonatal nadie descorcha un champán. La necesidad de la gratificación instantánea, nuestra enemistad con la abstracción y la estadística, nuestra incapacidad para compadecernos o alegrarnos por muertes y vidas ‘estadísticas’ (¡Qué también son vidas reales, pero no nos damos cuenta cuando están siendo salvadas!) nos lleva a la carencia como población de una visión estratégica, a futuro. Tampoco podemos exigir a los políticos algo que no tenemos como población.
La salud pública es el patito feo de las ciencias de la salud. Callada, humilde y lenta, es la que produce los resultados más espectaculares cuando la estudiamos con el correr de la historia. Será nuestra misión como profesionales de la salud el tratar de inculcar esta visión estratégica a nuestros pacientes, con el objetivo de que sus necesidades de salud pública se traduzcan en demandas. Demandas que se vean reflejadas en las urnas.
Martín Carreras
martin.carreras@mancia.org
Referencias
David Hemenway: Why we don’t spend enough on public health. NEJM (2010) 362;18:1657-8.